Podía oír su música en el viento mientras caminaba hacia el
soleado páramo oculto entre sauces.
Cuatro notas, un silencio sostenido, un cambio de clave y
vuelta a empezar.
Así era su música, como él, apasionada pero de contenida
dulzura. Como si una explosión llenara de repente tus oídos y los destrozara
por completo. Entonces el arrepentido artificiero volvía a envolverte en un cálido abrazo.
Así era él, como su música.
Primero explotaba masacrando cada rincón de tu ser, evitando
que el tempo corriera a tu favor, controlándolo por completo. Después,
aconsejado por otras musas que parecían habitar en su hipotálamo, regresaba y
te besaba mientras la primavera de Vivaldi sonaba en el destartalado gramófono
de tus ventrículos.
Por desgracia, ese viejo disco rayado se repetía una y otra
vez, como si nunca fuese a llegar a su fin. Primero invierno, seguido de
primavera, eternamente.
La solución era tan sencilla, quitar el disco, tan solo
quitar el disco; y sin embargo allí estaba, dejándolo sonar de nuevo, dejándole sonar de nuevo, porque él era música .
Esos pensamientos anegaban su mente mientras recorría el
último tramo del sendero, ya podía verle tocar su inseparable violín a la
sombra de uno de esos centenarios árboles. Había una botella de vino, de ese caro que guardaba para
“ocasiones especiales” y un par de mochilas, que estaba segura contenían sushi,
una radio y unos cuantos CD de Imagine Dragons. Sus cosas favoritas, las de ella...
Todo en un intento absurdo hermosamente absurdo por remediar los dolorosos moratones que
ella ocultaba en su abdomen bajo la blusa de lino grisáceo que tanto le
gustaba.
¿Por qué no decía nada?
Quizá sea que nadie,
jamás, pudo decir algo malo sobre la música.
Luz(LRG).